Buenos días. Hoy os vengo a contar una historia triste, pero que espero que acabe lo mejor posible.
Los nombres y fechas son ficticios para no desvelar ninguna información confidencial.
El otro día, recibimos una llamada del 112 y nos comentaban que había una fuerte pelea en un domicilio, entre una persona menor de edad (da igual si es hombre o mujer para el caso) estaba agrediendo a uno de sus progenitores y la cosa se estaba desmadrando. Acudimos urgentemente y a su vez también vendría una ambulancia medicalizada (conductor, personal médico y personal enfermería).
Resulta que el conflicto había devenido por esta personita, llevaba una trayectoria de abuso del teléfono móvil y redes sociales sin control, todo el día en su habitación encerrado/a, cada vez con menos contacto con sus familiares cercanos, empezó a faltar al instituto….
La familia intentó ponerle solución sin éxito, esta persona no quería acudir a recibir ayuda (médico, enfermera, psicólogo, psiquiatra…) por lo que la situación con el tiempo se fue agravando hasta el punto que os comento.
Una escena nada alegre, muy triste.
Para cualquiera que no lo haya vivido de cerca, puede parecer exagerado. ¿De verdad alguien puede perder el control por un aparato? Pero quienes estamos en la calle lo vemos cada vez más. El móvil ya no es un accesorio, es un trozo de identidad para muchos adolescentes. Ahí está su grupo de amigos, su refugio, su forma de sentir que pertenecen a algo.
Quitarles el móvil de golpe, sin un acompañamiento previo, es casi como arrancarles de repente su mundo. Y claro, la reacción puede ser desproporcionada. No porque no quieran a sus padres, sino porque sienten que se les arranca la única tabla de salvación que conocen.
Esa joven no era “una chica mala”. Era una adolescente perdida en un laberinto digital del que no sabía salir. Los gritos, la agresión, eran solo la punta del iceberg de un malestar mucho más profundo: ansiedad, dependencia, falta de recursos emocionales.
Y su madre, a la que muchos podrían juzgar, no era “una mala madre”. Era una mujer agotada, preocupada, que intentaba como podía poner un límite. Pero se encontró con un muro que no esperaba, porque nadie nos ha preparado como padres para este nuevo escenario donde las pantallas son tan poderosas.
¿Qué podemos aprender?
De experiencias como esta me llevo algo muy claro: no basta con esperar al conflicto para reaccionar. Hay que trabajar antes, en lo cotidiano:
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Hablar con nuestros hijos del uso de pantallas sin que suene a sermón.
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Pactar normas claras desde el principio, mejor en calma que en medio de una discusión.
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Entender que detrás de la rabia puede haber miedo, soledad o necesidad de pertenencia.
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Y, sobre todo, pedir ayuda antes de que la situación estalle: médicos, psicólogos, educadores, asociaciones. No estamos solos en esto.
¿Y tú qué opinas?
